miércoles, 26 de septiembre de 2007

Insitucionalidad. Emergencia y Planificación

El riesgo de la imprevisión como método
La debacle que emergiera a fines de 2001, y que sufriremos (especialmente los que están fuera del sistema) por varias generaciones, nos exige repensar la construcción de la política y, por ende, la gestión del Estado en forma articulada con la primera.
Las emergencias constantes en las que nos hemos debatido nos han enfrascado en una dinámica en la cual los únicos dilemas existentes serían las respuestas inmediatas a las necesidades más acuciantes. Y es razonable que haya sido así; las crisis exigen medidas excepcionales, que se implementen en forma urgente. La salida de la convertibilidad, que ya era una necesidad a mediados de la década anterior y se desestimó no sólo por el afán de poder de Menem sino también por la decisión política de la Alianza de pactar con los sectores económicos, fue una implosión sin precedentes en la historia argentina. En ese marco, la pesificación asimétrica, los planes Jefas y Jefes de Hogar, entre tantas otras medidas, fueron respuestas ante la coyuntura de excepción. A pesar de los manejos políticos, los planes sociales cumplieron un papel importante en la contención social de emergencia; en cambio, la pesificación asimétrica tuvo una relación directa con los requerimientos de sectores económicos que, subrepticiamente, habían descubierto las inclemencias de la globalización. Más allá de evaluar estas decisiones políticas y sus consecuencias, es preciso resaltar que las mismas han sido frutos de la emergencia.
Ahora bien, la emergencia denota accionar político e imprevisión. Porque en la mayoría de las crisis institucionales que hemos vivido en Argentina, desde el retorno de la Democracia hasta nuestros días, la emergencia ha sido el resultado de la presión política de grupos económicos que leen y entienden el momento, y actúan de acuerdo con sus intereses para obtener el máximo beneficio, sin importar las alianzas coyunturales (que la situación les exige construir) ni los interlocutores y voceros de ocasión. Esta capacidad política para presionar tiene un solo límite desde 1983: el rechazo a la táctica del retorno de los militares al poder, marcado a fuego y sangre en el imaginario colectivo de los sectores medios (por haber sido víctimas, a través de sus hijos, por primera vez en la Historia Argentina).
Pero también, y debe merecer nuestra atención, la emergencia desnuda la incapacidad propia para prever lo que acontecerá, pecado imperdonable si se listan los hechos políticos trascendentes acontecidos en la última mitad del siglo XX[1]. Esta imprevisión, que barre un conjunto de “atributos”, desde la ignorancia hasta la subestimación del adversario, somete al conductor a tomar decisiones coyunturales, sin permitirle que dedique el tiempo imprescindible a la resolución de los conflictos estructurales. Cualquier observador avezado advierte que la imprevisión pone al descubierto otras carencias, como la confusión entre estrategia y táctica, la ausencia de cuadros auxiliares de conducción que constituyan un horizonte directivo capaz de articular la línea de acción gubernamental con la demanda territorial o sectorial, entre otras. Pero también, se podría inferir que estos condicionamientos son funcionales para un estilo de conducción que se funda en el aprovechamiento de las ventajas que otorga el silencio absoluto sobre las acciones futuras. Sin embargo, estas ventajas, sustentadas en la sorpresa y la inexistencia de filtraciones peligrosas, pueden desnudar vulnerabilidades en el esquema de toma de decisiones; pues, si bien sirven como impronta sagaz en la excepcionalidad, se tornan riesgosas como método en el mediano plazo.
El vivir para la emergencia, en conjunción con otros tropismos heredados del “Proceso”, también ha servido para que algunos actores aprovechen la situación en beneficio propio. Para ellos, son más útiles los operadores que los militantes, un comunicador “mass media” que los intelectuales, los “sindi-empresarios” que los dirigentes gremiales, y la ficción de la política que la construcción de la misma. La experiencia de gestión permite dar cuenta de múltiples ejemplos cotidianos de este tipo de casos, en los cuales la lógica de poder estatuido refleja la perversión propia del “como sí”.

Las posturas defensivas o los límites de la “rosca”
Lejos de dar una respuesta ante la complejidad de la realidad, los pocos cuadros políticos que quedan se abroquelan, adoptan posturas defensivas que les permitan mantener los limitados territorios usufructuados bajo el comodato político, negocian (en el sentido literal, aceptable y no aceptable, del término) por espacios irrelevantes en aras de metas de dudosa validación estratégica, corriendo el riesgo de caer en la claudicación de los ideales originales frente al omnímodo poder de las corporaciones de turno, amparado y camuflado éste en la ineficacia de la burocracia estatal.
La interpretación inexacta del apotegma “la política es el arte de lo posible”, ha generado inmovilismo en los más sanos y permitido exculparse a los inescrupulosos. Es así como que la solidaridad entre pares ha pasado a ser una muestra de ingenuidad para los “habilitados”, la unidad es momentánea, lábil y sólo se justifica para alcanzar el éxito inmediato de la inestable alianza, y la organización es un cúmulo de tácticas desarticuladas (y en ciertos casos, rudimentarias).
Así, se explican las dificultades para que dos compañeros construyan y gestionen aunados (aunque pertenezcan a la misma “organización”). En consecuencia, lo único matemáticamente viable es la “rosca”, de pocos, que corone la aspiración limitada o individual. Los diversos posicionamientos destinados a satisfacer las múltiples opciones que oferta la gestión pública (o las promesas a futuro de los grupos de poder económicos) serían las aspiraciones que ponen en funcionamiento y sinergizan los mecanismos de articulación política de los pequeños grupos, que se sienten habilitados para tales fines.

Dilemas de gestión
Por todo lo expuesto, un obstáculo significativo para la conducción surge en la gestión cuando se debe evaluar con certeza la dimensión de un conflicto, debido a que la información con la que se cuenta para inferir aquellas líneas de acción que permitan dar solución al conflicto es limitada y, por lo general, se encuentra dispersa. Así, existe el riesgo cierto de que la toma de decisión se efectivice en base a los pocos datos con que cuenta el decisor. Generalmente, se trata de subsanar esta falencia con el aporte de profesionales o técnicos que cumplen el papel de informantes claves que, en el momento de la emergencia, suplen las bases de datos necesarias recurriendo a los antecedentes almacenados en su memoria o a la experiencia adquirida en situaciones similares. Esta reconstrucción de la información insumo, imprescindible para el posterior desarrollo de un mecanismo de análisis, el que tendrá como producto una decisión, es una práctica artesanal, poco sustentable, que imposibilita una gestión eficaz. La decisión tiene un alto grado de incertidumbre, en el mejor de los casos, con el consecuente desmedro de la certeza. Pero, estos impedimentos no sólo se presentan cuando se producen “contingencias”; también limitan la posibilidad de planificar y, consecuentemente, establecer líneas de acción en el mediano plazo. La relación es directa, la carencia de datos y la ausencia de un tratamiento sistematizado de los mismos impiden la construcción de índices e indicadores que permitan correlacionar dimensiones complejas como territorio, ambiente, salud y otras.
En resumen, la capacidad de planificar es limitada, las medidas correctivas aplicadas son parciales y el esfuerzo diario está destinado a mitigar la emergencia; o sea, la capacidad de gestión se resiente en forma integral. Por lo que la autoridad de aplicación se convierte en una instancia de contención y no asume su papel de reformulador de la demanda social en el campo que le toca actuar.
A pesar de todo, existen…

Ciertas certezas
El papel del Estado es clave, puesto que es uno de los actores primordiales para planificar el futuro y corregir lo que se debe modificar del presente. La realidad exige que el Estado atienda la emergencia en el marco de una gestión planificada. O sea, el Estado también planifica la atención de la emergencia. Si la planificación aparece como divorciada de la atención de la emergencia, es debido a que las concepciones neoliberales denostaron el papel de la planificación y el mercado ejerció la presión pertinente para que el Estado abjurara de esa herramienta de gestión. Como se ha explicitado, la imprevisión profundizó la crisis. Por lo que el Estado no sólo renunció a una de sus herramientas de gestión (tal vez, la más importante), sino que abandonó las prácticas imprescindibles para la obtención de los insumos necesarios para una futura planificación. Hoy, no se puede soslayar que la emergencia se debe atender con “lo que se cuenta”, y que, paralelamente, al mismo tiempo, se debe invertir en planificación para tender a la articulación de ambas. La gestión exige dar respuesta en los dos frentes.
En esta línea de análisis, el estado de situación requiere de la conducción decisiones estratégicas para su implementación: primero, la decisión política de llevarla a cabo y, en segundo término, la inversión de los recursos pertinentes, sabiendo que es un proceso de mediano plazo. Esto implica montos destinados a equipamiento, capacitación y a fomentar la participación. Para efectuar determinaciones que aporten datos, validar los mismos, elaborar indicadores e índices, se requieren profesionales capacitados y entrenados a tal efecto. Para trabajar, modelar y ejecutar los planes con la comunidad, también. Sin lugar a dudas, estas tareas servirán para integrar a los cuadros políticos que aún permanecen en la función pública.
La certeza de un nuevo escenario. Si el año 2001 significó el momento en el que estalló la crisis de un modelo, la etapa abierta en el 2002, que continuara con las elecciones del 2003, ha dado respuesta en gran medida a las demandas de la sociedad. Pues bien, la sociedad en el 2007 tiene nuevas demandas porque las respuestas dadas ya las colocó en la columna del haber. Tal vez, la más imperiosa sea la exigencia de mayor “institucionalidad” en el país. Institucionalidad de un Estado “presente”, en contacto permanente con la comunidad, haciéndose cargo y dando respuesta a las demandas de la sociedad, y en particular, de los sectores más vulnerables. Sin olvidar que la institucionalidad exige objetivos claros, metas alcanzables, transparencia, planificación, condiciones imprescindibles para construir el camino hacia una gestión eficaz y eficiente, en la cual la imprevisión sea la excepción y no el método.

Jorge Etcharrán
Abril de 2007 (publicado en Revista Concepto Nº 2)
[1] La irrupción del Peronismo en la Historia Argentina está sustentada, entre otros fundamentos, en implementar exitosamente los conceptos de gestión planificada, a través de los dos planes quinquenales de la década de los años cincuenta, elaborado el primero de ellos por el Consejo Nacional de Postguerra.